El timo global continúa. Y lo seguimos sufragando entre todos.
Cuatro años después del colapso de Lehman Brothers, los
contribuyentes de todo el mundo tendremos que seguir pagando las
consecuencias de esa colosal estafa financiera porque nuestros gobiernos
continúan demorando la entrada en vigor de regulaciones que impidan que
los costes del hundimiento de un gigante bancario tengan que ser
pagados con fondos públicos. En todo este tiempo de continuas promesas
de “refundación del capitalismo”, sólo EEUU, Suiza y Reino Unido (este último, el mes pasado)
han diseñado planes de contingencia para evitar que desastres como el
de Bankia acaben siendo costeados por las arcas del Estado. Pero como el
resto de los países ricos no están por la labor, esos proyectos de
prevención de nuevos cataclismos económicos quedan en papel mojado, ya
que la inextricable interrelación del sistema globalizado inutiliza
cualesquiera medidas que se adopten a escala nacional, aunque las tome
la mayor de las superpotencias.
Y son precisamente los miembros de la tambaleante Eurozona, que tanto
insisten en castigar a la población con recortes y austeridad, los que
han bloqueado todo avance en ese camino de protección del dinero de los
ciudadanos frente a los desmanes de banqueros y especuladores. Con la
excusa de que es necesaria una legislación internacional común, que
obligue a todas las entidades del continente, para hacer frente con
éxito a la amenaza de otro crash, casi todos los países
europeos han aplazado las necesarias reformas normativas internas y
después se han dedicado a pelearse entre ellos por intereses nacionales
hasta paralizar el proceso.
Tanto es así, que el Consejo de Estabilidad Financiera (FSB,
en sus siglas inglesas), creado en abril de 2009 cuando ya era
innegable la magnitud de la Gran Recesión, ha emplazado a las naciones
del G-20 a poner sobre la mesa este mismo mes sus estrategias para
intervenir grandes bancos fallidos sin recurrir a gigantescas
inyecciones de fondos públicos, como se ha hecho hasta ahora. En
realidad, se trata de un ultimátum ante la constatada inacción de los
gobiernos implicados, cuando ya han pasado once meses desde que el FSB
dictase las atribuciones clave que debían entregar a los organismos
reguladores, que denominó Effective Resolution Regimes.
Es decir, los gobernantes que no cesan de recortar programas
sociales, prestaciones y subsidios para financiar los rescates
bancarios, incumplen las instrucciones que les imparte el organismo
internacional que ellos mismos crearon con la pretensión de que sus
recetas evitarían nuevas catástrofes financieras. Igual que los 29
mayores bancos del mundo deberían entregar al FSB en diciembre sus
propias “voluntades anticipadas” (living wills, como se han dado en llamar, ya que prácticamente es un testamento en previsión de que fallezcan) explicando cómo superarían un nuevo crash de los mercados sin recurrir a fondos estatales. Pero nadie confía en que sean capaces de cumplir ese plazo.
En resumen, tras cuatro años de penurias y promesas vacías, estamos
exactamente igual de inermes ante los peligros de la codicia de los
especuladores que cuando estalló la crisis. Además, hasta los medios
neoliberales como el Financial Times ya reconocen que tienen razón Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff cuando predicen (en su libro This Time is Different) que la recuperación será mucho más larga y dolorosa de lo que nos habían prometido las autoridades hasta ahora.
Aunque está claro que algunos (pocos) no sentirán dolor. En julio de
2008, el exsenador y asesor de John McCain, candidato republicano a la
Casa Blanca, Phil Gramm (quien logró revocar nueve años antes las
regulaciones de la Glass-Steagall Act para legalizar con carácter
retroactivo la fusión bancaria ilegítima que dio origen a Citigroup)
aseguró que estábamos sólo en una “recesión mental”, no real, y
despreció las protestas por las crecientes dificultades que padecían los
trabajadores: “Parece que nos hemos convertido en una nación de
quejicas”.
Hoy, los economistas apuntan a aquella revocación de la ley Glass-Steagall como el origen de la nefasta desregulación financiera que permitió el casino bursátil de los derivados y las subprime,
cuyas consecuencias todavía estamos pagando. Claro que Phil Gramm nunca
tendría motivos para quejarse, ya que después de su maniobra
parlamentaria para beneficiar a Citigroup fue premiado con un altísimo
cargo directivo en la madre de todas las entidades financieras: la Unión
de Bancas Suizas (UBS).
Hace cuatro años, la actual directora del FMI, Christine Lagarde, advirtió al entonces secretario del Tesoro de EEUU, Henry (Hank)
Paulson, de que si permitía el hundimiento de Lehman Brothers se
produciría un colapso financiero global. Largarde, que era en 2008 la
ministra de Economía y Finanzas de Francia, confesaría después en el
documental Inside Job:
“Recuerdo claramente que le dije a Hank: ‘Estamos viendo cómo llega
este tsunami y lo único que me propones es que nos planteemos qué
bañador nos vamos a poner’.”
La respuesta de su buen amigo Paulson fue: “Estamos estudiando cuidadosamente la situación y la tenemos bajo control”.
A la vista de la situación actual, las aseveraciones de gobernantes
como Rajoy de que saben perfectamente lo que hacen, y lo hacen por
nuestro propio bien, sólo nos pueden despertar desconfianza… y alarma.
Carlos Enrique Bayo
Público.es
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