Una gran masa de dinero mundial está en manos muertas. Unas manos dedicadas a especular con las deudas públicas, con los precios de mercancías futuras, con títulos bursátiles cuya sustancia no les importa, cuando no a jugarse billones en la evolución de los precios de entes reales o jurídicos sin poseer ningún título de propiedad, siquiera transitorio, sobre ellos. No se trata, en puridad, de mercados financieros, sino de juegos de apuestas que generan inestabilidad económica y, sobre todo, pobreza. Esa especulación enriquece a las manos muertas al tiempo que empobrece los bienes públicos creados por el trabajo de generaciones, incrementa las deudas públicas y destruye no sólo los empleos sino las posibilidades de crearlos.
Es necesario desamortizar, acabar con las manos muertas de la especulación. Canalizar el dinero hacia inversiones productivas. He aquí algunas sugerencias:
Es preciso limitar la especulación en el mercado de capitales. Para ello hay que determinar que se compre y se venda en ese mercado con plazos determinados. No se debe permitir que en un mismo día se realicen varias operaciones sobre títulos que representan el capital de una empresa, o sus deudas a medio y largo plazo, o se vendan y se recompren varias veces en el mismo día títulos de deuda pública con vencimiento aplazado. Esas operaciones especulativas generan movimientos bursátiles que pagan incluso quienes no operan en bolsa. Porque los altibajos de las expectativas económicas se traducen en empleos y ajustes y en el alza de las primas de riesgo de la deuda pública. Una nueva regulación debe gravar fortísimamente los beneficios de ese tipo de operaciones intradía o simplemente prohibirlas.
A un capitalismo menos destemplado le convendría que los mercados fueran “mercados de capitales”, no agrupaciones especulativas. La invención de las sociedades anónimas y de las bolsas le facilitó a este sistema el crecimiento económico: pequeños capitales, incapaces por sí solos de emprender nada, se unían en proporciones alícuotas; y la bolsa moderna nació para crear grandes capitales a partir de aportaciones pequeñas. Se trata de adoptar medidas para que los mercados dejen de ser agrupaciones especulativas que se imponen a los poderes políticos y vuelvan a ser mercados de capitales que se invierten productivamente. Ciertamente, los problemas no terminan aquí, pero esta es una condición esencial. Para ello se debe gravar fiscalmente los beneficios de los bancos en sus actividades no crediticias. El dinero que se deposita en los bancos se puede dedicar, básicamente, a dos cosas: a crédito o a inversiones en los denominados mercados. Pues bien: los beneficios de lo primero no pueden equivaler a los de lo segundo. Si se gana en inventos especulativos se debe tributar mucho más que si se hace en crédito. Porque el riesgo del crédito lo corre el prestador, pero el de la especulación lo corremos todos.
La especulación es peligrosísima. Los grandes bancos estadounidenses, británicos, alemanes, irlandeses e islandeses que quebraron en 2008 no cayeron por el impago de sus créditos, sino por sus inversiones en instrumentos financieros (“titulizaciones”, “derivados”, fondos especulativos). Los estados soberanos que asumieron sus pérdidas –en vez de dejarles quebrar– las trasladaron a sus servicios sociales, recortando de ahí. Y además exigieron, y exigen, que todos los países, especialmente los más débiles, paguen sus deudas con los bancos de los países centrales. Eso, en un contexto de crisis –descenso de la actividad productiva y de ingresos fiscales–, ha implicado e implica reajustes económico-sociales brutales.
También hay que limitar los objetos de inversión de los llamados fondos de inversión y regular fiscalmente sus beneficios. Los fondos de inversión se han convertido en la forma moderna del ahorro neoliberal. En sus versiones más extendidas agrupan ahorros muy pequeños, incluidos planes de pensiones modestos, y consiguen reunir así capitales importantes. No serían un problema sistémico si esos capitales se invirtieran en actividades productivas o en deuda pública. Pero la inversión especulativa los convierte en problemáticos. Los fondos suelen invertir en lo que se llama futuros, esto es, en apuestas sobre los precios futuros de ciertos bienes físicos. De la producción física de esos bienes –por ejemplo, cacao, café, materias primas– vive –o sobrevive– mucha gente. Las apuestas sobre los precios tienen un efecto devastador al influir en la cotización de las divisas y tienen otras consecuencias económicas que se manifiestan al cambiar el signo de la tendencia especulativa. Los fondos desregulados son los reyes del daño colateral: muchísimas personas ajenas a su existencia resultan damnificadas cuando las burbujas explotan, pero no se benefician de ellos cuando sus negocios van bien. La fiscalidad sobre los beneficios de los fondos es mucho más suave que la que grava las rentas del trabajo: en España el PP y el PSOE han estado de acuerdo en que la cotización máxima de aquellos sea el 20%, muy por debajo de la cotización media de las rentas del trabajo. Esta fiscalidad carece de equidad.
La vigilancia pública sobre el crédito es también esencial. La del Banco de España sobre los bancos no se ha extendido a las cajas de ahorros. Otra cuestión: cualquier gobierno de países como el nuestro debe abogar por el establecimiento de la tasa Tobin sobre las operaciones financieras internacionales. También debe respaldar una intervención sobre el FMI y el Banco Mundial por su mala gestión en esta crisis, y una regulación de las agencias de calificación, que ahora son poco más que lobbies de los especuladores.
Lo que está ocurriendo no es complicado de descifrar. Y tampoco es imparable. Si hay voluntad política para ello se puede reconducir.
Miguel Ángel Lorente y Juan Ramón Capella son coautores de ‘El crack del año ocho’
Es necesario desamortizar, acabar con las manos muertas de la especulación. Canalizar el dinero hacia inversiones productivas. He aquí algunas sugerencias:
Es preciso limitar la especulación en el mercado de capitales. Para ello hay que determinar que se compre y se venda en ese mercado con plazos determinados. No se debe permitir que en un mismo día se realicen varias operaciones sobre títulos que representan el capital de una empresa, o sus deudas a medio y largo plazo, o se vendan y se recompren varias veces en el mismo día títulos de deuda pública con vencimiento aplazado. Esas operaciones especulativas generan movimientos bursátiles que pagan incluso quienes no operan en bolsa. Porque los altibajos de las expectativas económicas se traducen en empleos y ajustes y en el alza de las primas de riesgo de la deuda pública. Una nueva regulación debe gravar fortísimamente los beneficios de ese tipo de operaciones intradía o simplemente prohibirlas.
A un capitalismo menos destemplado le convendría que los mercados fueran “mercados de capitales”, no agrupaciones especulativas. La invención de las sociedades anónimas y de las bolsas le facilitó a este sistema el crecimiento económico: pequeños capitales, incapaces por sí solos de emprender nada, se unían en proporciones alícuotas; y la bolsa moderna nació para crear grandes capitales a partir de aportaciones pequeñas. Se trata de adoptar medidas para que los mercados dejen de ser agrupaciones especulativas que se imponen a los poderes políticos y vuelvan a ser mercados de capitales que se invierten productivamente. Ciertamente, los problemas no terminan aquí, pero esta es una condición esencial. Para ello se debe gravar fiscalmente los beneficios de los bancos en sus actividades no crediticias. El dinero que se deposita en los bancos se puede dedicar, básicamente, a dos cosas: a crédito o a inversiones en los denominados mercados. Pues bien: los beneficios de lo primero no pueden equivaler a los de lo segundo. Si se gana en inventos especulativos se debe tributar mucho más que si se hace en crédito. Porque el riesgo del crédito lo corre el prestador, pero el de la especulación lo corremos todos.
La especulación es peligrosísima. Los grandes bancos estadounidenses, británicos, alemanes, irlandeses e islandeses que quebraron en 2008 no cayeron por el impago de sus créditos, sino por sus inversiones en instrumentos financieros (“titulizaciones”, “derivados”, fondos especulativos). Los estados soberanos que asumieron sus pérdidas –en vez de dejarles quebrar– las trasladaron a sus servicios sociales, recortando de ahí. Y además exigieron, y exigen, que todos los países, especialmente los más débiles, paguen sus deudas con los bancos de los países centrales. Eso, en un contexto de crisis –descenso de la actividad productiva y de ingresos fiscales–, ha implicado e implica reajustes económico-sociales brutales.
También hay que limitar los objetos de inversión de los llamados fondos de inversión y regular fiscalmente sus beneficios. Los fondos de inversión se han convertido en la forma moderna del ahorro neoliberal. En sus versiones más extendidas agrupan ahorros muy pequeños, incluidos planes de pensiones modestos, y consiguen reunir así capitales importantes. No serían un problema sistémico si esos capitales se invirtieran en actividades productivas o en deuda pública. Pero la inversión especulativa los convierte en problemáticos. Los fondos suelen invertir en lo que se llama futuros, esto es, en apuestas sobre los precios futuros de ciertos bienes físicos. De la producción física de esos bienes –por ejemplo, cacao, café, materias primas– vive –o sobrevive– mucha gente. Las apuestas sobre los precios tienen un efecto devastador al influir en la cotización de las divisas y tienen otras consecuencias económicas que se manifiestan al cambiar el signo de la tendencia especulativa. Los fondos desregulados son los reyes del daño colateral: muchísimas personas ajenas a su existencia resultan damnificadas cuando las burbujas explotan, pero no se benefician de ellos cuando sus negocios van bien. La fiscalidad sobre los beneficios de los fondos es mucho más suave que la que grava las rentas del trabajo: en España el PP y el PSOE han estado de acuerdo en que la cotización máxima de aquellos sea el 20%, muy por debajo de la cotización media de las rentas del trabajo. Esta fiscalidad carece de equidad.
La vigilancia pública sobre el crédito es también esencial. La del Banco de España sobre los bancos no se ha extendido a las cajas de ahorros. Otra cuestión: cualquier gobierno de países como el nuestro debe abogar por el establecimiento de la tasa Tobin sobre las operaciones financieras internacionales. También debe respaldar una intervención sobre el FMI y el Banco Mundial por su mala gestión en esta crisis, y una regulación de las agencias de calificación, que ahora son poco más que lobbies de los especuladores.
Lo que está ocurriendo no es complicado de descifrar. Y tampoco es imparable. Si hay voluntad política para ello se puede reconducir.
Miguel Ángel Lorente y Juan Ramón Capella son coautores de ‘El crack del año ocho’
Fuente: Público
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