La FCIC es una comisión de diez miembros que el gobierno de los Estados Unidos creó en mayo de 2009 para investigar las causas de la crisis. En sus conclusiones el informe señala contundentemente que “las tres agencias de calificación crediticia fueron las herramientas clave de la crisis financiera” (p. XXV).
En el capítulo 8 se realiza un estudio de caso relativo a Moody’s (pp. 146-150). En esas páginas se ponen de manifiesto errores metodológicos de bulto en las calificaciones, así como manifestaciones diversas de falta de diligencia (como no examinar las hipotecas basura que subyacían a los productos estructurados que se estaban calificando).
Pero lo más significativo son las evidencias de conducta fraudulenta y de connivencia con los emisores de los bonos contaminados.
Así, las agencias proporcionaron datos falsos sobre la estabilidad de los productos estructurados a lo largo de la historia, para que fueran incluidos en los prospectos de propaganda de los bonos (p. 148). Estos datos se siguieron utilizando durante los años 2006 y 2007, cuando ya habían empezado a dejar de pagarse las hipotecas subprime.
El informe también da por probado que las agencias trabajaban en connivencia con las entidades que emitían los bonos y con sus managers, es decir, que les ayudaban a estructurar el producto. Los empleados de Moody’s recibieron diversos tipos de presiones por parte de las entidades emisoras.
La influencia de los bancos sobre los empleados de las agencias se veía favorecida por la existencia de una “puerta giratoria” entre ambos tipos de negocios. De hecho, el 25% de los empleados que abandonaron Moody’s fueron contratados por bancos que eran “clientes” de la agencia (p. 150). Podía así darse el caso de que un analista estuviera calificando los bonos de un banco en el mismo momento en que estaba negociando las condiciones para ser contratado por esa entidad. Se daba también frecuentemente la situación de que la persona del banco con la que el analista de Moody’s trabajaba fuera un antiguo compañero de éste. Todo esto pone de manifiesto que las agencias, más que actuar como organismos reguladores, lo que hacían era ejercer de asesores de los organismos que debían regular aconsejándoles cómo “empaquetar” sus productos fraudulentos para poderles conceder la máxima calificación.
En la base de todo esto se encuentra el hecho de que “calificar los bonos era un negocio muy provechoso para las agencias de rating” (p. 150). Los beneficios que obtuvo Moody’s a raíz de la calificación de los productos estructurados crecieron de 199 millones en el año 2000 a 887 millones en 2008, el 44% de los beneficios totales de la empresa (p. 149). En la competencia por obtener estos suculentos contratos, las agencias ofrecieron dar calificaciones favorables para intentar desbancar a sus rivales, como el propio informe señala (p. 150). La capacidad de presión de los emisores de bonos se veía favorecida, además, por la concentración de los mismos. Sólo Citigroup y Merrill Lynch encargaron la calificación de bonos por valor de 140.000 millones de dólares entre 2005 y 2007 (en esos años se calificaron 663.000 millones de dólares en este tipo de productos; p. 149).
A todo esto se añade el dato que señaló un juez en un proceso contra las agencias: éstas cobraban tres veces más de lo habitual por calificar esos bonos, pero recibían sus honorarios sólo en la medida en que la calificación fuese la deseada. Si ése no es un conflicto de intereses, dado que la agencia obtiene más beneficios en función de que la calificación que conceda sea más alta, entonces es difícil saber qué habrá de entenderse como tal.
Aparte del informe de la FCIC, algunos periodistas han arrojado nueva luz sobre los manejos de las agencias. Es el caso de Jesse Eisinger, periodista de Propublica y ganador del último premio Pulitzer por una investigación sobre los tejemanejes de Wall Street. En un artículo del 13 de abril (que se puede encontrar en la página web de Propublica), Eisinger recoge el testimonio de un antiguo analista de Moody’s, Bill Harrington, que dejó la agencia a mediados del año pasado.
Harrington explica que los analistas están sometidos a una intensa presión por parte de los bancos. Y los directivos de la agencia no se ponen de su parte, sino que los regañan si no atienden a los banqueros. Cuenta el caso reciente de un representante de un banco que le llamó varias veces dejándole el recado de que le devolviese la llamada. Como no lo hizo, fue llamado a capítulo por el jefe de personal, quien le subrayó (no por primera vez) que la filosofía de la agencia es que los clientes son lo primero. Esto pone de manifiesto la capacidad de acceso que tienen los bancos a los autores de los análisis y cómo su poder de presión sobre los mismos se ve favorecido por la conducta de los directivos de las agencias.
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Uno de los problemas más graves que plantea la actuación de las agencias es su impunidad. Tradicionalmente, estas entidades se han escudado tras la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, que protege la libertad de expresión. Según este planteamiento, los ratings o calificaciones que emiten son “opiniones”, como las vertidas, por ejemplo, en la columna de opinión de un periódico. Por tanto, las agencias deben contar con una inmunidad parecida a la de los periodistas.
La Ley DODD-FRANK de reforma del sistema financiero aprobada en julio de 2010 contenía una cláusula que otorgaba a los inversores el derecho de procesar a las agencias si éstas no actuaban con la debida diligencia. Moody’s, S&P y Fitch lucharon encarnizadamente contra esta cláusula y lograron que se suspendiera su aplicación hasta enero de 2011. Según las últimas noticias de que se disponen (de abril), ni esta cláusula, ni el órgano encargado de supervisar la actuación de las agencias, han sido puestos en marcha debido a problemas presupuestarios.
Pero esto no significa que no se estén produciendo algunas brechas en la coraza de la que están recubiertas las agencias de rating. En septiembre de 2010, la Securities and Exchange Commission (SEC, el órgano regulador financiero estadounidense) finalizó una investigación sobre actividades fraudulentas por parte de Moody’s. No se decidió a procesar a la agencia porque dichas actividades habían ocurrido en Europa. Pero sí hizo público un informe con el resultado de sus pesquisas.
De acuerdo con la SEC, en el año 2006 un analista de Moody’s descubrió un fallo en el modelo computerizado que se había utilizado para evaluar el riesgo de un nuevo tipo de bono. A estos bonos se les había concedido la calificación más alta y se habían vendido en Europa. Sin embargo, el descubrimiento del fallo ponía de manifiesto que el riesgo que entrañaban era mucho mayor que el declarado.
Los ejecutivos de Moody’s discutieron si debía hacerse público el hecho y al final decidieron que no, porque eso podría dañar la reputación de Moody’s. Mantuvieron la calificación más alta a sabiendas de que estaban engañando a los inversores. Con eso contradecían su propio código de conducta, en virtud del cual, a la hora de realizar un rating, Moody’s no tendría en cuenta los efectos de la calificación sobre la propia agencia. Además, cometieron un fraude.
Diversas entidades privadas, como el Banco de Abu Dhabi y los más importantes fondos de pensiones estadounidenses, han entablado pleitos contra las agencias de calificación de riesgos. En uno de estos procesos, un juez abrió una clara brecha en la defensa de la libertad de expresión, señalando que los ratings no eran asunto de interés público y que se comunicaban a un reducido número de inversores, por lo que no podían quedar cubiertos por la Primera Enmienda. Un experto señaló que dicho argumento había encontrado un importante agujero en la defensa basada en la libertad de expresión.
Asimismo, en una serie de casos contra las agencias de rating —que pueden resultar de especial interés para Europa—, el fiscal general de Connecticut, Richard Blumental, sostiene que “las tres agencias de rating (Moody’s, S&P y Fitch) dan calificaciones más bajas de manera sistemática e intencionada a los bonos emitidos por los ayuntamientos, los estados y otras entidades públicas”. Y esto ha obligado a las entidades de Connecticut (y a sus contribuyentes) a “gastar innecesariamente millones de dólares en seguros y en tipos de interés más altos”.
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El último episodio del enfrentamiento entre el gobierno estadounidense y las agencias de rating tuvo lugar el 18 de abril. Ese día Standard and Poors (S&P) emitió un comunicado en virtud del cual revisaba la calificación correspondiente a la previsión de la evolución a medio plazo de los Estados Unidos y la rebajaba de “estable” a “negativa”. Eso significa, según señala la propia agencia, que existe una probabilidad sobre tres de que rebaje la calificación de los bonos de la deuda norteamericanos en un plazo de dos años. En caso de ocurrir, sería la primera vez en la historia que esos títulos perderían su “dorado” rating triple A, que les reconoce una solvencia y una liquidez máximas.
La acción de S&P es, desde luego, una demostración de fuerza. Después de que el gobierno haya intentado, sin conseguirlo, poner en marcha un organismo supervisor de las agencias y someterlas a responsabilidad por sus calificaciones, S&P va y lo amenaza con rebajar el rating de su deuda. Como ha dicho algún comentarista, el poder financiero habla por boca de las agencias. Y ésta es la única explicación posible de que no se hayan visto arrastradas por la crisis (como ocurrió con Arthur Andersen tras el caso Enron): a pesar de todo, los bancos las prefieren a ellas y son contrarios a cualquier otro mecanismo alternativo de calificación de riesgos.
S&P justifica la revisión de la calificación de los Estados Unidos por el déficit fiscal y la enorme deuda que acumula el país. Ésta alcanzará el techo máximo permitido de 14,29 billones (miles de millones) de dólares hacia mediados del mes de mayo. Y la preocupación principal de la agencia es “el creciente riesgo de que las negociaciones políticas sobre cómo afrontar los desafíos fiscales a medio y largo plazo persistan hasta después de las elecciones nacionales de 2012”.
Se trata claramente de una intervención ilegítima en la política norteamericana. Constituye un chantaje al Congreso estadounidense, al presionar a los partidos para que lleguen a un acuerdo. Aunque S&P se proclama neutral respecto a las diferentes propuestas de ajuste que defienden Obama y los republicanos, está claro que su intervención ha constituido un espaldarazo a estos últimos. Y el líder de los republicanos así lo ha interpretado, blandiendo la calificación de S&P contra los demócratas.
Ambos partidos tienen la intención de llevar a cabo un severo plan de ajuste. Pero el de los republicanos pretende incidir sobre todo en los gastos sociales, no tocar los militares y rebajar los impuestos de los más ricos (algo parecido a lo que hace Convergència en Cataluña, con la salvedad de que no dispone de un ejército). Por otro lado, obligar a Obama a aprobar y empezar a implementar un plan de ajuste en plena campaña electoral disminuirá notablemente sus posibilidades de ser reelegido.
Rebajar el rating de los bonos norteamericanos no solucionaría el problema del déficit y de la deuda, sino que lo agravaría. A Estados Unidos le resultaría mucho más caro y difícil conseguir préstamos en el mercado de capitales. Exactamente lo mismo que ha ocurrido en países europeos como Grecia, Irlanda, Portugal o la misma España. Al rebajar la calificación de la deuda, los títulos que se emiten para afrontarla deben pagar más intereses, con lo que el volumen de la propia deuda aumenta.
José A. Estévez Araujo
Rebelión
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