Hoy, economía y sociedad son una y la misma cosa. No siempre fue así, o mejor, nunca fue así. Casi todas las actividades humanas se han mercantilizado y el hombre es más homo aeconomicus que nunca. La actual crisis económica se ha incubado en un sistema de valores sociales cuya sustitución por otros será, como siempre, lenta, compleja y en gran medida imprevisible.
A finales de los sesenta, la extinción del sistema de Bretton Woods fue de la mano del desahucio de Keynes y el triunfo del monetarismo de Milton Friedman. Socialmente, las revueltas estudiantiles simbolizadas en el Mayo del 68 parisino abrieron paso a la sociedad post-industrial, en la que desde entonces nos hemos desenvuelto. En Mayo del 68, el reino del “aquí-ahora” levantó bandera contra las transcendencias históricas de progreso con las que la razón ilustrada había querido sustituir dos siglos antes las eternas trascendencias religiosas. Desde entonces, ya no se lucha por “el gran día”.
Aunque las clases bienpensantes así las etiquetaran, aquellas revueltas estudiantiles no fueron una revolución de izquierdas, sino la defunción de las mismas, la avanzadilla de unos nuevos modos de vida que iban a llegar de la mano, no de la política, sino del mercado. La incubadora de la “sociedad líquida” en la que hemos vivido hasta ayer no fue ninguna ideología de izquierdas, sino el mercado capitalista; algo que ni la izquierda ha visto aún claro, ni el conservadurismo y los obispos tienen ganas de aclarar. El auténtico disolvente de lazos sociales es el modo de vida de los mercados de consumo.
Desde los años setenta, en las sociedades ricas la exaltación del individuo ha coincidido con la afirmación del presente como único valor vigente. A la muerte de Dios siguió la muerte de las utopías históricas. Los consumos de bienes y experiencias han satisfecho los anhelos de plenitud, antes siempre pospuestos, y el shopping ha ejercido como fármaco contra la depresión. El ciudadano-consumidor, que Robert Putnam nos describe como “solo en la bolera”, sitúa su perfección en el coleccionismo de experiencias. Las expectativas de progreso social han sido sustituidas por las exigencias de cambio y sólo el crecimiento económico sirve de parámetro para medir la salud de las naciones. En estos imperios de lo efímero, el “todo nuevo-todo joven” ha arrasado como valor de referencia, mientras la felicidad, entendida como euforia, se convertía en la más exigente obligación de nuestros días. Dionisos es el dios de la civilización contemporánea.
Estos modos de vida, tan dispersos en sus perfiles que sólo se les define como “post” de algo, han sido largamente descritos y analizados. Lo que no se ha hecho tan a menudo es relacionarlos con el sistema económico que los sustentaba. Sociología y economía han ido cada una por su lado, olvidando que son las dos caras de la misma moneda. Sin embargo, ha sido el capitalismo financiero el que ha mantenido la feria abierta. Este mundo de vida cash ha sido una sociedad a crédito, que ha venido como anillo al dedo al capitalismo en su etapa financiera. Los economistas clásicos, incluso Marx, siempre tendieron a analizar las concentraciones de capital en su propia dialéctica: capital contra capital en el territorio de la inversión. Hoy, tras Keynes, sabemos que las acumulaciones de capital necesitan además otra salida; el consumo. Un consumo que, si es preciso, y lo es, se hace a crédito. Las sociedades postmodernas de las últimas décadas se han instalado en el consumo a crédito. A crédito, no sólo de las acumulaciones de capital presentes, lo que denota una injusta distribución de la renta; sino a crédito de las generaciones futuras si miramos el planeta Tierra.
Con el pesimismo antropológico que caracteriza a la derecha conservadora, Alan Greenspan decía, en una reciente entrevista a
La corrección que toca ahora tiene un aspecto económico y un aspecto social que, o van unidos, o no van. Tras dos años de crisis, los financieros se aprestan a volver a ganar dinero, y el común de los mortales, a consumir. Las causas de la catástrofe se pierden en la nebulosa de la nueva metafísica: los mercados. Rendidos ante el nuevo tótem, dejamos de plantearnos lo básico: ¿qué se produce y se consume? ¿En qué condiciones trabajamos? O, ¿por qué no se controlan las finanzas? Lo único claro es que los agujeros negros que había en el sector privado se han trasladado a las finanzas públicas. Serán los impuestos de todos los que cubran la mala gestión de unos y el enriquecimiento de otros muchos.
Es posible que, tanto la economía como la sociedad, necesiten una nueva cultura del límite. Límites en el laissez faire económico que tienen que venir de la intervención pública, recuperando los equilibrios entre mercado y Estado. Límites en la vida del individuo-consumidor que exigirán más sociabilidad y menos euforia consumista. A la postre, no hace tanto que el ideal de felicidad era el beatus ille de la vida sosegada. En lugar de Dionisos, Epicuro. Sobre ambas cosas cabe el optimismo. La sociedad posmoderna está dejando de serlo y se hace, cada vez más, sociedad informacional. Esta es mucho más social porque su esencia es la conectividad; y menos consumista porque desplaza el consumo de las cosas a las ideas. Como dijera Holderlin, donde surge el peligro allí está la salvación.
Justo Zambrana es economista
Fuente: Público
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