La sucesión vertiginosa de malos acontecimientos nos está impidiendo
pensar las mutaciones que se están produciendo en las estructuras
productivas, en el sistema financiero, en la composición de clases y en
el marco institucional y cultural de nuestro país. Las crisis
capitalistas no son nunca una parálisis o un derrumbe sin más; cada
crisis es el inicio de profundas reestructuraciones, de cambios
fundamentales. El problema es, como decía el viejo poeta, no confundir
las voces con los ecos e intentar percibir las tendencias de fondo,
sabiendo que “la salida a la crisis” va a marcar a nuestro país durante
generaciones.
Para comenzar, hay que partir de tres datos que me parecen especialmente significativos:
El primero, las declaraciones de Draghi. Según nos dicen las crónicas,
han sido 16 palabras para decir que el Banco Central hará todo lo
necesario para sostener al euro y que las medidas que se tomarán serán
suficientes. No ha dicho más. De golpe, todo cambió, la prima de riesgo
cayó y las bolsas obtuvieron avances muy significativos. Esta
intervención del antiguo empleado de Goldman Sachs demuestra, al menos
tres cosas: a) que la especulación es la que gobierna hoy la economía
del mundo; b) que hay soluciones “técnicas” que podrían desactivarla
sustancialmente; c) el enorme poder de un señor que, por definición, no
depende de ningún poder democráticamente constituido y que se convierte
en “el señor del dinero”, en un dictador omnímodo sobre nuestras vidas.
El segundo, la dramática cifra del desempleo en España. La EPA del
segundo trimestre nos dice que ya llegamos a casi 5.700.000 parados y
que las previsiones apuntan a alcanzar los 6 millones al final de este
año. El paro juvenil alcanza cifras trágicas: más del 53%. Más de
1.700.000 hogares tienen a todos sus miembros desempleados y casi el 44%
de todos los parados son ya de larga duración. Obviamente, detrás de
estos datos aparecen las primeras consecuencias de la reforma laboral.
Es los que se llama la “devaluación interna”: un conjunto de drásticas
medidas para disminuir los salarios reales, reducir la capacidad
contractual de los trabajadores y anular el ya escaso poder de los
sindicatos.
El tercero son las previsiones del Fondo Monetario
Internacional, que nos dicen que la recesión continuará este año, el que
viene y gran parte del 2014, que el paro no bajará del 24% hasta el
2015 y que éste no bajará del 20% hasta el 2017, es decir, 10 años de
crisis. Una década completa de crisis (mucho más si se tienen en cuenta
sus consecuencias de todo tipo) que configura una realidad social
marcada por una tasa de paro de más del 20% y un conjunto de políticas
que promueven la desregulación, la desprotección laboral y social y la
inseguridad social convertida en permanente.
Esta realidad
social dice mucho de lo que pasa y nos pasa como país y como Estado: una
Unión Europea en manos del capital financiero (eso es lo que hay detrás
de la “independencia” del Banco Central) y al servicio de los intereses
geopolíticos de Alemania; el uso alternativo de la crisis para
desmantelar el Estado social y poner fin a las conquistas históricas del
movimiento obrero y, más allá , la puesta en práctica del programa
neoliberal que no es otro que la transformación radical del vigente
modelo social y de las relaciones de este con las instituciones
democráticas y con la política. Como he insistido muchas veces, estamos
ante una autentica contrarrevolución y, en este sentido, el pasado no
volverá.
Lo que aparece requiere de atención y de debate
público. ¿Qué tipo de país está deconstruyendo la crisis? ¿Qué tipo de
estructuras productivas-sociales están propiciando las políticas de
crisis? ¿Qué tipo de inserción en Europa está reconfigurando las
diversas y radicales medidas impuestas al alimón por los poderes
económicos? Estamos hablando de POLÍTICA y de correlaciones de fuerza
que se están estructurando por y desde la crisis y sobre las cuales las
clases populares, la izquierda y los movimientos tienen que intervenir
sin la espera al día final o, como decía un viejo maestro, que nos toque
la lotería de la historia.
La hipótesis de la que se parte es
que España como Estado vive una crisis orgánica, estructural y
sobreestructural a la vez, y que es necesario un proyecto histórico
social que no sólo defina un nuevo modelo productivo, sino que organice
un bloque político-social capaz de convertir al sujeto popular en el eje
de la reorganización social y política de nuestro país. Algunos han
hablado de una estrategia nacional-popular; otros hablamos de una
perspectiva democrático-republicana. Lo decisivo, en todo caso, es que
las clases populares intenten disputar la hegemonía a las clases
dirigentes y organizar en torno a ellas un proyecto viable de país.
Hace poco unos conocidos economistas ligados a FEDEA lanzaron un
artículo-manifiesto con el comprometido título “No queremos volver a la
España de los cincuenta”. El artículo era significativo por lo que
decía, por lo que no decía y por lo que apuntaba. Algunos entendieron
que estábamos ante una propuesta que exigía unos “cirujanos de hierro”,
tecnocráticos, más allá de las formaciones políticas existentes aunque
con apoyo de éstas. No entramos en este debate. Lo fundamental era el
pronóstico: la apocalipsis más terrible si España saliera del euro y si
las instituciones europeas quebraran.
Paradójicamente, las
políticas que ellos aconsejaban y que, de una u otra forma se están
aplicando, nos llevan, si no a los años cincuenta, sí a un modelo social
y productivo bastante similar al del franquismo con consecuencias
políticas e institucionales que nos acercaran a algunos rasgos del
mismo.
Ahora es el momento de situar a la UE y a Alemania en el
centro de la crisis que vive nuestro país. Yanis Varoufakis nos
advertía hace bien poco de los riesgos de los análisis conspirativos de
la historia y de la demonización de Alemania. Lo tomamos al pie de la
letra. Una de las concepciones más repetidas de la “vulgata
globalitaria” es la idea de que los Estados nacionales han perdido su
relevancia política. Sin embargo, eso no se cumple en la economía-mundo
capitalista y menos en la UE. En primer lugar, porque la globalización
ha sido, en gran medida, el proyecto de un Estado nacional llamado EEUU
para perpetuar su hegemonía en un momento en que ésta estaba en
cuestión. En segundo lugar, porque el neoliberalismo llega,
planificadamente, a través de los Estados y ha significado una
intervención masiva de éstos en la economía, en la sociedad y en las
relaciones internacionales. Por último, porque en la UE los Estados
siguen siendo elementos fundamentales y, además, están ordenados
jerárquicamente. Para decirlo de otra manera, todos somos iguales pero
algunos son más iguales que otros.
Las rogativas a la señora
Merkel son tan habituales que ya se ha convertido en un “sentido común” y
las declaraciones del presidente del Bundesbank son analizadas como si
estuviésemos delante del oráculo de Delfos. No se trata de conspiración,
aunque estas existen y han existido siempre. Es algo mucho más que eso:
los Estados nacionales existen y una de las características más
sobresalientes de los más fuertes consiste en dotarse de estrategias
para consolidar sus posiciones de poder (y de los recursos necesarios
para ello), en este caso, en la singular correlación de fuerzas europea.
Esto es lo que hace el Estado alemán, es decir, el conjunto de aparatos
e instituciones que tienen en su centro un gobierno estrechamente unido
a un bloque de poder que él organiza y mantiene. No hablamos de
alemanes o alemanas en general, nos referimos a específicas estructuras
de poder.
Diversos autores (Rafael Poch, Lazzarato, Vicent
Navarro…) coinciden en que la actual política europea de Alemania está
marcada por su reunificación y las diversas vías para salir de la grave
crisis económica que dicha reunificación supuso. La salida a la crisis y
el euro siempre fueron de la mano; es más, se puede deducir que la
llamada Agenda 2010 (impulsada por socialdemócratas y verdes, cosa que
es bueno recordar pensando en el presente y sobre todo en el futuro)
respondía a una estrategia nacional para ganar competitividad económica y
cuota de mercado en una Unión que se ampliaba sustancialmente. La
contradicción era evidente: una competencia entre naciones cuando la
integración se profundizaba encontraría límites tarde o temprano.
Mientras que la economía de la Unión crecía, las contradicciones no
bloqueaban el proceso; cuando la crisis llegó, estas emergieron con
fuerza.
La convergencia nominal y posteriormente el sistema del
euro profundizaron las diferencias entre sistema productivos muy
heterogéneos. Se fue configurando una enorme periferia interna, primero
en el interior de la zona euro, donde un núcleo central determinaba la
dinámica económica y acentuaba las diferencias; y por otro, una
periferia en el Este europeo claramente determinada (algunos lo han
llamado neocolonización) por Alemania. Así, los llamados PIGS se fueron
convirtiendo en economías eminentemente compradoras y, por tanto,
acumulando déficits en cuenta corriente de grandes proporciones. Los
países centrales, economías vendedoras, acumularon grandes excedentes
que fueron usados para financiar a las economías deficitarias.
Esas fueron las realidades que se fueron consolidando en la etapa de
expansión, es decir, una Alemania que se había preparado conscientemente
para convertirse en una poderosa maquinaria exportadora precarizando su
fuerza del trabajo, reduciendo salarios y prestaciones sociales e
incrementando brutalmente las desigualdades. Todo ello no hubiese sido
posible sin lo que podemos llamar “el sistema euro”, que es algo más que
una moneda, y que implicaba un Banco Central Europeo (independiente de
la soberanía popular) que imponía unas reglas de juego las cuales
forzaban a los singulares Estados a la realización de un conjuntos de
políticas caracterizadas por la austeridad fiscal (hoy
constitucionalizada), la “desinflación competitiva” y el
desmantelamiento del Estado Social.
Lo que se quiere decir es
que ahora estamos plenamente en una “guerra económica” que viene de
lejos y que pone en crisis al conjunto de la Unión y específicamente a
los países del Sur. Lo fundamental es señalar la tendencia de fondo que
viene de la etapa precrisis: la conformación de un centro y de una
periferia dependiente. Las políticas de crisis están acentuando esta
dependencia que agrava hasta límites insoportables el desempleo, la
pobreza, y la desigualdad social en todas partes. Estas medidas van
mucho más allá: se está destruyendo tejido productivo, estructuras
empresariales viables e incrementando enormemente las disparidades
regionales. Es en este sentido en el que antes se argumentaba cuando se
decía que estamos ante una crisis orgánica de España como Estado, como
sociedad y como estructura social y productiva.
Hay un aspecto
que Varoufakis señala de pasada pero que es muy importante, a mi juicio,
para entender las dinámicas de clase y geopolíticas hoy dominantes. Las
clases dirigentes, los poderes económicos, la plutocracia dominante en
estas naciones no sólo no se oponen a esta dinámica, sino que apuestan
abiertamente en favor de ella para poder así desmantelar las conquistas
históricas de las poblaciones y, específicamente, del movimiento obrero.
Aparece de nuevo algo que comentaba hace años Miguel Herrero y
Rodríguez de Miñón cuando hablaba (refiriéndose al papanatismo
europeísta de nuestra clase política) de síndrome de Vichy,
recordando al régimen instaurado por la Alemania nazi en Francia
derrotada que sirvió a la derecha para “ajustarle las cuentas” a las
fuerzas democrático-republicanas, al movimiento obrero y a la izquierda
política. Aquí se produce el mismo fenómeno: una potencia externa (la
Unión Europea) crea las condiciones para que los poderes económicos y la
clase política impongan un conjunto de políticas que le “ajusten las
cuentas” a las clases trabajadoras, al movimiento obrero organizado y a
la izquierda alternativa y transformadora.
La derecha española
aparece así con la cara de siempre: llenarse la boca de palabras como
España, Nación y Patria para convertirse en un instrumento principal de
una nueva colonización al servicio de sus intereses mezquinos y
patrimonialistas. El “que se jodan” hay que verlo no como la respuesta
de una persona descerebrada sino una reacción típicamente de clase, de
desprecio a los de abajo, de ajuste de cuentas frente a unas clases
populares que han violado el “orden natural de las cosas”.
Estamos ante una crisis de un determinado modo de concebir Europa y la
inserción de España en ella: o se rompe con esas reglas de juego que nos
subordinan, empobrecen y cercenan la soberanía popular, o lo que
estamos realmente consolidando es un proceso que nos lleva al
subdesarrollo económico, social y político con la activa complicidad de
nuestras clases dirigentes. Para decirlo más claro, estamos ante una
auténtica Economía Política de los Señoritos, por y para unas clases
parasitarias que nos liquidan como Estado y como pueblo.
No se
si volveremos o no a los cincuenta. De lo que sí estoy convencido es que
estamos asistiendo a una involución civilizatoria que pondrá en
cuestión nuestros modos de vida y de trabajo y nuestros derechos y
libertades.
Manolo Monereo
Rebelión
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